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EL PALACIO DE TAULAS

  • Foto del escritor: Sancho Valderas
    Sancho Valderas
  • 8 feb 2022
  • 7 Min. de lectura

El director del museo intentó por todos los medios que aquella revista sensacionalista no publicara el dichoso artículo. «Maldita libertad de prensa» pensó mientras se acariciaba la calva, como echando de menos su antigua cabellera. Ya había despedido a los dos guardias nocturnos que durante tres noches y sin autorización habían permitido el paso a los investigadores con sus grabadoras y sus cachivaches.

Aquellos guardias ya le habían avisado de que aquello, tarde o temprano, terminaría ocurriendo. «¡Qué estupidez! ¿Quién, en pleno siglo XXI, cree todavía en estas tonterías?». Esa era, invariablemente, la respuesta del director.

Pero el hecho es que el artículo en cuestión se publicó. Cuatro páginas centrales a todo color hablando de fantasmas. ¡Es un museo, por Dios! Podrían hablar de sus pinturas, o de su colección escultórica, que era magnífica, o de su antigua biblioteca, conservada del palacio que en siglos pasados fuera el edificio principal del museo. Pero no: fantasmas.

Para colmo, los vigilantes nocturnos habían hecho una güija y, según ellos, había un montón de presencias mostrándose por todos los rincones de la sala principal. La solución por la que optó el director fue el silencio, la pasividad, la indiferencia, e incluso el desprecio por los excéntricos y extravagantes curiosos de este fenómeno social que tan absurdo le parecía y tan grande le venía. Pidió incluso que un juez secuestrase la revista para no perjudicar a la reputación del museo, ya de por sí mermada, pero no obtuvo más que risas y burlas del poder judicial y aún más publicidad del artículo en redes sociales.

De modo que, según lo que cabía esperar, el día siguiente a la publicación del reportaje el museo recibió muchas más visitas de lo habitual. Pero pocas interesadas en el arte; solo en los malditos fantasmas.

Fue durante el último pase, con el guía ya cansado y harto de responder estupideces, cuando se presentó el problema. En invierno, debido a que oscurece antes, ese pase se iniciaba siendo ya noche cerrada, y esa era la hora que habían elegido los visitantes más influenciados por los medios y las redes sociales en el campo de lo paranormal.

Diego, el guía, intentó en vano dar sus explicaciones habituales sobre la colección. Pero aquella gente no quería saber nada de Zurbarán, ni de Picasso, ni de Botero. Querían saber quiénes eran los fantasmas, dónde estaban y a qué hora podían verlos. Lo mejor que supo, Diego intentó calmarles diciendo que allí, que él supiera, no pasaba nada de eso, que el redactor del artículo se lo había inventado todo y que aquello era un museo sin más. Lo único que logró con su actitud fue enfurecer a una masa que, aun siendo apenas una treintena, dejaron de comportarse como individuos para convertirse en turba.

Diego, temiendo por su integridad, decidió avisar a Seguridad. Vicente, el recién contratado vigilante nocturno, que ya había comenzado su guardia, se aproximó al grupo diciendo que la visita había finalizado y que, por favor, tenían que abandonar el museo. Uno de los visitantes, físicamente muy superior a él, le empujó y casi escupiendo las palabras le espetó que se callara, que ellos habían ido a grabar apariciones y no se irían sin conseguirlo.

Vicente entró el juego y quiso convencerles con sus propias armas. Les explicó que los fantasmas no se manifestaban nunca ante grupos grandes y tampoco si había ruido o tumulto. Les pormenorizó todas las situaciones negativas que, habiendo sido creadas por ellos mismos, hacían inviable una aparición esa noche; y les invitó otra vez, más amablemente y con suaves modos, a desalojar el edificio.

Cuando ya parecían más dispuestos a entrar en razón, cuando Vicente ya les había hecho ver que en los programas especializados solo hay dos o tres personas presentes, y muy en silencio, y cuando pensaba que ya estaba todo ganado, Diego profirió a su espalda

—¡Malditos friquis de los cojones!

Las caras de los aludidos tornaron nuevamente en violentas expresiones. Vicente se vio obligado a sacar la defensa para prevenir una agresión y cogió el walkie para pedir ayuda, pero no le dio tiempo. El primer empujón le arrancó el intercomunicador, que cayó fuera de su alcance; luego le quitaron la defensa y la usaron contra él. En el momento de caer pudo observar la cara ensangrentada de Diego gimiendo de dolor en el suelo. Después cerró los ojos y dejó de sentir.

Cuando recuperó la consciencia era ya media noche pasada. Todo estaba oscuro y en silencio. Al intentar moverse, Vicente volvió a sentir el dolor en todo su cuerpo. Junto a él, todavía inconsciente, yacía el guía. Se giró y le sacudió suavemente. Este abrió los ojos mostrando el mismo gesto de dolor que él. Vicente se llevó un dedo a los labios para pedirle que guardara silencio. Había escuchado un ruido cerca de ellos. Percibió dos linternas haciendo un barrido por la oscuridad de la sala, al igual que hacía él en sus guardias nocturnas. Con serias dudas de que todo marchase como debía en el museo después de la paliza recibida, sugirió al guía permanecer escondidos detrás de una escultura de bronce, que les ocultaba perfectamente a los dos, hasta estar convencidos de que era seguro salir.

Tras la siguiente pasada de linternas creyó reconocer a uno de sus compañeros de ronda, e hizo ademán de ponerse en pie para ir hacia él.

—Solo lograrás darle un susto de muerte —susurró una suave voz a su espalda. Dudó un momento, pues Diego estaba a su lado y no tras él. Entonces se volvió para mirar. En principio no vio a nadie, como es lógico, porque estaba oscuro; pero poco a poco se fue perfilando la imagen de un hombre, impecablemente bien vestido con un terno decimonónico y un sombrero de copa en la mano. El extraño sonrió ante la perplejidad de los dos apaleados.

—Permítanme que me presente —dijo el caballero, con un ligero cabeceo y juntando un poco sus talones—. Soy Alexandre Henrí de Taulas, cuarto Marqués de Taulas y propietario de este edificio hasta el día de mi muerte el 4 de diciembre de 1892. No se asusten, se lo ruego —añadió al ver las caras de sus interlocutores—. Les explicaré rápidamente. La paliza que esta tarde les han propinado ha acabado con sus vidas. Sus cuerpos, si no me equivoco, a estas alturas estarán en el Instituto Anatómico Forense para realizarles la autopsia preceptiva, y su alma inmortal habitará para siempre en esta mi morada, si así lo desean. A medida que pase el tiempo irán percibiendo cambios en la casa, hasta que ella les muestre su aspecto de todo el esplendor y comodidades propias de mi época. En principio no deberán interactuar con las personas vivas del presente. Solo unos pocos privilegiados podemos hacer tal cosa con garantías y, aun así, después de décadas de aprendizaje. ¿Tienen alguna pregunta?

La cara de los recién llegados a semejante estado contestaba «miles», pero sus bocas no eran capaces de articular palabra alguna.

—Bueno, pues —prosiguió Alexandre— tiempo habrá de contestarlas. Ahora, por favor, acompáñenme.

Hizo un gesto con su mano y, sin dar un solo paso, el entorno comenzó a variar, desapareciendo el museo y mostrando en su lugar todas aquellas comodidades de las que antes había hablado. Diego fue el primero en acercarse a tocar los muebles, en agacharse a palpar las ricas alfombras orientales y a poner en valor todo lo que, como guía del museo, conocía de la historia de la casa. Vicente, en cambio, fue directo a la licorera del XVII. Necesitaba un trago.

Cuando Alexandre comprobó que se iban adaptando a su nueva realidad les pidió que le acompañaran a la sala contigua. Les iba a presentar al resto de los habitantes de la mansión. La entrada al salón de baile fue para Vicente de un desasosiego indescriptible mientras que para Diego, con los ojos muy abiertos y bebiendo de ese nuevo entorno como de una enciclopedia, era toda una experiencia profesional. Este último reconoció entre los presentes a algún noble de los retratados en los cuadros del museo, vestido con ropas de la época de la invasión napoleónica, la de mayor esplendor del palacio. También a algunos tuberculosos y tísicos, vestidos apenas con andrajos, de la época en que el edificio fue hospital; parientes del marqués de cuando volvió a renovarse como palacio, soldados que defendieron la posición durante la guerra civil, e incluso un vigilante jurado de la primera época de la transformación en museo. Todos observaban a los recién llegados. No sonaba música, ni había ningún ruido, ni parecía una fiesta. Los presentes no se movían de sus sitios y apenas sí podían mover un poco sus cabezas. Vicente pudo apreciar que las miradas que les dirigían no eran de amistad, ni de bienvenida, ni de odio, ni de rechazo, ni de nada. Eran miradas vacías y perdidas, amoratadas o blanquecinas y de pupilas minúsculas.

Alexandre les señaló con ademán autoritario que se acercaran al grupo, que se mezclaran con ellos. Con cautela, ambos avanzaron por el salón. Aquellas gentes parecían apenas cortinas que se movían mínimamente al pasar a su lado, y sus miradas les seguían, pero sin expresividad, como la mirada de los retratos.

—¡Ahí está bien! —gritó el marqués.

En el lugar indicado, Diego y Vicente se quedaron quietos, paralizados. Vicente intentó caminar, pero no pudo. También Diego comprobó que era inútil.

—Esta es mi casa —comenzó a declamar en voz alta Alexandre, como para ser escuchado por todo aquel auditorio—. Si permitiese que vagasen libremente por ella, con toda seguridad el edificio sería destruido por los temerosos mortales del presente, y mi alma destruida con él. No lo voy a consentir. Ustedes han acabado aquí por azar, no por mi culpa, pero no voy a tolerar que su desgracia acarree la mía.

Y diciendo esto salió y cerró la puerta. Nadie se movió, y los dos recién llegados notaron nítidamente cómo su mente se iba quedando poco a poco en blanco, y su mirada, ya blanquecina o amoratada, se iba perdiendo para siempre mientras escuchaban alejarse los pasos del marqués y una corriente de aire muy sutil atravesaba sus cuerpos etéreos.

 
 
 

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